Vivir con miedo no es un buena forma de estar vivos y por eso quisiera estrenar esta pala que me veo hoy en las manos, adquirida mediante letras, las propias en llanto desconsolado y las vuestras de aliento generoso, para empezar a hacer un agujero bien profundo donde meter todo aquello que defina miedo…
A vivir sin controlar la vida, a lo inesperado, a la incertidumbre, a caer, a volver a caer después de levantarnos, al frío, a la soledad, a la ausencia, al vacío, a la mañana, a la noche, al deseo que no se concreta, a los distintos criterios, expectativas y sueños. A los juicios por nuestros errores, a los perjuicios de los prejuicios. A la incomprensión de un silencio.
Miedo a tocar sin lograr asir de un modo definitivo la materia que conforma nuestro anhelo, a no poder besar, o a besar para descubrir que el beso es fugaz y caduco, que los labios están en transito y nuestros labios no son la parada final, ni el andén de destino de los labios deseados... Miedo a no agradar o a no estar a la altura de no se qué listón, a no alcanzar metas o fines, a que no nos quieran o a que no nos quieran en la misma manera o con la misma intensidad que nosotros amamos...
Miedo a sentir, sin que esos sentimientos sean compartidos, sin que nadie entienda ese inexplicable subterfugio que nos nace dentro sin explicación plausible ni razonable, que apenas si pueden concretar las palabras... Miedo, a que amar no sea garantía de amor, ni de reciprocidad alguna y menos de perdurabilidad.
Ese miedo que se viste de desesperanza, de angustia, o de tristeza, el que no necesita oquedades para llegar hasta nosotros, el que vive en nuestro interior, y es nuestra actitud la que lo alimenta, la que nos induce a comportarnos a veces como no somos, o a reírnos de lo que no nos reírnos, o nos echa en brazos de la inseguridad para temer que un gesto, una manera recurrente de comportarse, o el paso de los años en nuestros rostros nos alejará del ansia de ser niños y del derecho a reír por estar alegres de nuevo…